lunes, 10 de enero de 2011

Algunos fragmentos de la novela en español


(Fragmento del capítulo 40 de la novela de ANA FERNÁNDEZ, “FRAGMENTOS DE UNA MEMORIA” Editorial DUNKIN, Bs. As. Noviembre 2006

(El libro está en venta en “Punto y Coma” (Bruselas)

Diego entró en L’Amour fou, estaba poco concurrido, se sentó cerca
de la entrada; por la puerta penetraba una suave brisa que atenuaba la
temperatura. En la vereda imaginó tilos intercambiando recuerdos de
polen y mensajes de lluvias pasadas, como si las baldosas trataran de
arborecer. Recordaba esa sensación, una visión muy lejana de hojas que
bajan los párpados y se confunden en el follaje. Eso sucedía en otro
tiempo y en otro lugar. Ahora, él era una hoja a la deriva y necesitaba
mezclarse con la gente. “Los otros son mi público” –pensó, nuevamente
invadido por la inquietud que le provocaba su propia inseguridad, y el
afán de ser el centro de la escena. Sintió la exigencia del alcohol, pidió
un vaso. “¡Soy un actor, pero también una leyenda!” –exclamó para sus
adentros, y recordó que Maty, en una ocasión, en medio de una discusión,
le había gritado con cólera: “¡Payaso, eso sos, un ridículo payaso!”.
Aceptó que ella tenía razón: acorralado por la soledad, sólo buscaba la
pequeña fama y la compañía de ciertos camaradas de ruta en los que ni
siquiera confiaba. “¡Mi – li – cos – hi – jos – de – pu – ta– me han quebrado
la fe!” –gritó. Fue un segundo de cólera sobre sí mismo, mordía
cada sílaba, luego, atemorizado, constató que nadie lo observaba; temía
ser tomado por loco.

La gente comenzaba a llegar, sus amigos también y como de costumbre
se preparaban para la escena, su presencia era garantía de espectáculo.
Diego tenía fama de ser buen hablador, aunque de ideas un poco
extravagantes. Él pretendía esconder su angustia; los otros no podían
saberlo y se divertían. Se acomodó de nuevo en la silla, llenó otra copa,
dejó que el líquido mojara su lengua y se deslizara con lentitud por la
garganta, liberando los duendes de su fantasía. Ya no se sentía solo. Los
otros lo incitaban, él comenzó a contar sus historias. Sus relatos eran
pedazos de vida, sufrimientos, recuerdos dolorosos, pero él los lanzaba,
con tono de farsa o de ironía, para divertir a su público. “¿Quién mira y
quién es mirado en este tablado?” –inquirió para sí mismo. La cuerda
virtual de la farándula le exigía lanzarse al vacío, la osadía de sus confesiones
le abría agujeros en el estómago, pero reía y su risa era contagiosa.
El grupo esperaba aquellas piruetas verbales con los ojos abiertos
y curiosidad morbosa, él lo sabía, pero continuaba su espectáculo con
cierto masoquismo. Las imágenes liberadas danzaban, se balanceaban
en saltos mortales, él no podía ya detenerse; su público se enardecía.





El payaso apretaba su corazón, los duendecillos de rojas manos salían
de su boca y recomponían historias, las exclamaciones de los presentes
sonaban en sus oídos como aplausos. El bufón se embriagaba con las
risas, el número continuaba, él dominaba la escena y volvía a ser un
héroe, pero en la ficción. Las invisibles trompetas de ese circo improvisado
atraían a algunos curiosos bajo la carpa, él multiplicaba sus trucos
verbales y sus confesiones se perdían en el bar como burbujas de jabón.
Creía por momentos poder transformar el presente, pero el laberinto
es un camino que no conduce a ninguna parte. El mandala mortífero
se cerraría más tarde sobre sí mismo, como una mueca dibujada en la
arena. El auditorio seguía sus cabriolas, incrédulo, pero entregado a la
fascinación del peligroso juego de evasión. Diego olfateaba la ansiedad
de los presentes y su locuacidad aumentaba como una embriaguez, su
garganta era un calidoscopio de glóbulos de sangre metamorfoseados
en palabras. Llenaba una copa tras otra, de pronto lanzó una carcajada
siniestra y su angustia disfrazada se desparramó en un vómito negro.
El espectáculo llegaba a su fin, los enanos de sus historias yacían inmóviles,
sin esqueleto, como figuras de cartón olvidadas en un rincón de la mesa del bar.
 Era tarde, las luces del café comenzaban a apagarse, el público se dispersaba.
 El último borracho se acercó a Diego, le pasó un brazo por la cintura y lo condujo
 hasta un taxi. Ya en su departamento, pensó en una soga entre la vida y la muerte
 como la única cuerda aún por saltar. La cuerda que lo ataba a la existencia, en
donde él era sólo un fantoche, incapaz de enfrentar las circunstancias ni asumir sus actitudes.
Se desvistió, apagó la luz y se sumió en los vahos del alcohol.
Los duendes penetraron en el gran sombrero del sueño.
 Un día más del exilio había concluido para él.


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